EL LLAMADOR DE ÁNGELES
Al abrir los ojos, por primera vez en el día, tardo unos segundos en saber en qué parte del mundo me encuentro durmiendo. Hoy estoy en mi propia cama, en Vancouver, en la casa donde vivo con mis padres. Aunque ellos ya no pasan mucho tiempo aquí, ya que desde que empecé a trabajar como azafata de vuelo se trasladaron, casi definitivamente, a la casa de veraneo que tenemos en el pueblo de Sooke, en Isla de Vancouver; una de las grandes islas costeras del Pacífico y rincón ideal para los amantes de la naturaleza y de la pesca.
Esta mañana hay demasiado trasiego en la casa. Son más de las doce y no dejo de oír los tacones de mi madre, arriba y abajo, y las maletas de un lado para otro.
Anoche celebramos en casa sus bodas de plata, veinticinco años de casados. Mí hermano y yo sabíamos que mi padre le iba a regalar a mi madre un mes de viaje por África oriental, por lo que les organizamos una fiesta sorpresa invitando a todos sus amigos y familiares. El resultado de la fiesta es que se me han pegado las sábanas, y que si quiero ir a despedirles al aeropuerto cuento tan sólo con cinco minutos para colocarme unos vaqueros, un jersey, peinar mi enmarañada melena y salir de la habitación.
–¡Hija! ¡Qué fiesta, qué fiesta! –dijo mi padre al cruzarse conmigo en el pasillo, dándome un achuchón de paso.
Para él fue una autentica sorpresa; aunque no tanto para mi madre, ya que ella fue la que localizó la empresa de catering.
–¡Oye, Mike! ¿A qué hora despega su vuelo? –pregunté a mi hermano al verle.
–¡Buenas tardes, bella durmiente! –ironizó–. Más te vale darte prisa o te despides de ellos aquí. Salimos ya.
–Pero, ¿me llevo mi coche o puedes traerme tú antes de que salgas hacia Seattle?
–Hablas con un caballero. Yo te traigo de vuelta. ¿A qué hora vuelas?
–No ficho hasta las ocho –respondí, cogiendo para ayudarle una de las bolsas de viaje que iba cargando y por la que casi me caigo por las escaleras del esfuerzo que tuve que hacer para mantener el equilibrio–. ¿Pero que llevas aquí? ¡Pesa muchísimo! –dije soltando la bolsa sobre el suelo.
–¡Ten cuidado, que son manuales de papá sobre arte religioso! –me regañó.
Mi madre me llamó desde el despacho de la planta baja, por lo que ignoré a Michael y, saltando por encima de la bolsa, bajé corriendo las escaleras.
–¿Cómo es que no me habéis despertado antes? –la saludé con un beso en la mejilla.
–Necesitabas descansar, hija. Pero no nos íbamos a ir sin despedirnos. Mira, os dejo a Anita y a ti guardados en el ordenador los teléfonos de la empresa de catering. Vendrán a recoger todo dentro de un par de horas. Y también os dejo los teléfonos de donde estaremos alojados.
Continuó hablando mientras apagaba el ordenador y cogía sus cosas. Tras despedirse en la puerta de nuestra asistenta, Anita, y de darnos las últimas indicaciones a ambas en español, fuimos con mi padre en dirección al Cayennede Michael que ya estaba arrancado.
–Os he dejado también el itinerario que seguiremos cada día. Michael ya lo tiene todo apuntado en su PDA–mi madre soltó su bolso a un lado y se dejó caer sobre el reposacabezas–. Parece la primera vez que nos vamos de viaje y os dejamos solos.
–¡Catherine, no nos vamos a vivir allí! –dijo mi padre mientras se giraba para acariciarle la rodilla–. Aunque, igual te enamoras de aquella tierra y decides cambiar de residencia
–No te preocupes, mamá, que llegarás a tiempo de organizar conmigo el cumpleaños de tu hijo mayor –quise animarla.
Michael nos miró por el espejo retrovisor mientras mi padre simulaba un derechazo contra su brazo.
–¡Veinticuatro años ya, hijo! –exclamó mi padre.
–¡Veinticuatro! (…) –la exclamación de mi madre sonó ahogada.
Hacía tiempo que me llamaba la atención el hecho que envolvía a cualquier mención del cumpleaños de Mike. En nuestra familia los cumpleaños no se celebraban. Para empezar, mi padre era huérfano y fue encontrado por una congregación de jesuitas en Seattle que le inscribieron en sus registros con la fecha en que lo hallaron en la puerta de su sede, llamándole Uriel y otorgándole el apellido suizo del fraile que lo descubrió, Urech.
Mi madre decía que no quería oír hablar de cumplir más años ya que, cada uno que pasaba, mi padre parecía rejuvenecer aun siendo mayor que ella. Odiaba esa diferencia de aspectos y mucho más cuándo alguna de sus estudiantes de reiki le preguntaba por lo excitante de estar casada con un hombre bastante más joven.
A mi hermano tampoco le agradaba cumplir años cerca de alguien que en vez de su padre iba pareciendo, cada vez más, su hermano mellizo.
Por el contrario, a mí me encantaba festejar el mío y no entendía esa obsesión por no celebrar los suyos con la misma alegría. Incluso, últimamente, aceptaban mis regalos de mala gana, lo que no dejaba de molestarme.
Sin embargo, en lo referente a éste cumpleaños de Michael me estaba empezando a mosquear. Se hablaba bastante más que de ningún otro. Mi madre sentía la necesidad de arreglar todo para la vuelta de mi hermano tras su último año de carrera en Seattle, de donde regresaría para establecerse de nuevo en Vancouver, disfrutando así de un tiempo sabático antes de emprender la búsqueda de trabajo en su campo. Y fue, por ello, por lo que pensé en organizarle una fiesta de cumpleaños en casa.
Por supuesto, se lo tuve que decir a los tres en el momento en el que se me ocurrió, sino me hubieran matado de haberlo hecho en plan sorpresa. Por fortuna, la noticia no cayó del todo mal para lo que yo me esperaba, pero hubo condiciones por parte de Michael; entre ellas, nada de familia salvo papá, mamá y yo, hablar con sus amigos de Seattle sobre la lista de invitados, nada de globitos ni de tarta con velitas y mantener alejadas del alcohol a mis amigas por lo que pudiera pasar. Dije que sí a todo, a condición de intentar divertirse.
Sólo faltaba un mes para su cumpleaños y mis padres evitaban cualquier comentario sobre la “dichosa fiestecita”como la había bautizado mi hermano; aun así, cuando llegamos al aparcamiento del aeropuerto y caminábamos en dirección a la terminal, mi madre me susurró al oído:
–Creo que por una vez romperemos la tradición y le haremos un regalo a Michael.
La cola de facturación avanzó rápido. Como equipaje de mano mi madre llevaba un ordenador portátil, además del Birkin,su gran bolso de Hermès. Mi padre cargaba un maletín con la cámara de fotos y sus efectos personales, que incluían una Blackberryy el libro electrónico que yo le había regalado, por su cumpleaños, cargado con las últimas novedades editoriales en distintos idiomas.
–Aquí tiene sus tarjetas de embarque y pasaportes, señor Urech –la señorita de facturación le entregó a mi padre los documentos–. Sus asientos son 2A y 2C. El avión está en la puerta K22 y el embarque dará comienzo a las tres menos cuarto. Si quieren pasar antes por la sala VIP de la compañía, se encuentra ubicada en la primera planta tras cruzar los arcos de seguridad. Que tengan un feliz vuelo.
–¿Os apetece tomar alguna cosa? –se giró mi padre para preguntarnos.
–Yo me tomaba un café –dijo Michael bostezando–, sino luego me entra sueño en la carretera.
–Habrás dormido poco. ¿Estás seguro de que vas a poder conducir? –le pregunté–. Deja el coche en casa y vete en avión a Seattle. Seguro que alguno de tus amigos te puede ir a recoger al aeropuerto.
– Ya, ¿y luego cómo me muevo por allí?
–Siempre te pueden prestar un coche. Yo tengo tres días libres a la vuelta del trabajo, te lo llevo y así de paso hablo con tus colegas sobre la fiesta.
–No, Angie, gracias, pero conducir me relaja –respondió–. Papá, pídeme un café solo con azúcar mientras voy al baño.
Esperé a que se alejase para comentarle a mis padres:
–Habría que intentar convencer a Mike para que se apuntara a un cursillo de quitarse el miedo a volar. Creo que en mi Compañía los imparten, me puedo enterar. Venir hasta aquí no es problema, son sólo tres horas, pero el día que le manden a trabajar o a dar charlas al otro lado del mundo, ¿qué va a hacer? ¿Irse en barco?
–Se las apañará –respondió mi padre mientras le hacía una señal al camarero para que nos atendiese–. De momento vive feliz sin tener que coger un avión. Además le dan pavor, y lo sabes, así que no le presiones, que le vas a poner de malhumor y te va a mandar en taxi de vuelta a casa.
Mi hermano no había tenido ese miedo toda la vida, sólo en los últimos diez años. Fue en plena adolescencia cuando le entró pánico al hecho de subirse a cualquier cosa que despegase del suelo. Cuando éramos pequeños mi padre arreglaba su calendario laboral para que la mayor parte de su trabajo se produjera en nuestra época de vacaciones escolares; con lo cual, durante casi dos meses toda la familia recorríamos Europa, Asia o el resto del continente americano. Un día, cuando nos disponíamos a emprender un viaje a Turquía de tres semanas, para que mi padre evaluase una de las restauraciones que se iban a llevar a cabo en el interior de la famosa catedral de Santa Sofía de Constantinopla en Estambul, mi hermano se quedó parado frente a él, mirándole fijamente, mientras le caía un sudor frío por la frente y le decía que no pensaba volver a montarse en ningún maldito avión en toda su vida.
Mis padres decidieron dejar a Michael esas semanas en casa de mi tía Claire, la hermana de mi madre. Esa fue la primera vez que me fui sola de viaje con ellos.
–¡Qué rico café calentito! –exclamó Michael mientras lo degustaba–. Papá, ¿pásate por alguna librería para localizarme libros sobre rituales tribales en aquella parte de África? Los necesito para mi tesis.
–¡Tienes que descansar más, hijo! –intervino mi madre–. Y, por cierto, no pienses en venir aquí. Organizaremos los días con Angie para ir a Seattle a celebrar tu cumpleaños. De paso, reservaremos sitio en algún restaurante de por allí para celebrar la comida de acción de gracias y la cena de Navidad; a las cuales, por supuesto, están invitados tus amigos.
–Ya terminaron sus proyectos finales, dudo que se queden en Seattle para entonces –dijo Michael apurando su café.
–Desde luego, yo alucino con vosotros. ¡Vaya una panda de superdotados que os habéis ido a juntar! –exclamé–. La gente invierte años en terminar ese trabajo, y vosotros lo hacéis como si nada. Julie es algo que no se plantea por lo menos hasta su madurez.
–Tu amiga Julie acaba de empezar la carrera, y yo llevo preparando material para la tesis desde antes de llegar a Seattle. Además, en nuestro campo, o te sacas el doctorado pronto o las salidas son escasas.
Mientras mi padre terminaba de beberse su vaso de leche fría y miraba su reloj de soslayo, me susurró al oído:
–¿Vas a invitar a tu mejor amiga a venir a Seattle para la fiesta de Michael?
Mis padres conocían los sentimientos de Julie por mi hermano, pero Mike no había mostrado jamás ningún interés por ella; y, que supiéramos, por ninguna otra.
–No le he comentado nada. Sabes el circulo tan cerrado que forma Mike con su panda de amigos y lo más probable es que no le haga mucho caso.
Según nos levantamos para dirigirnos a los arcos de seguridad, me agarré del brazo de mi padre.
–No culpes a tu hermano –dijo–, ahora se encuentra centrado en sus estudios.
–Pues resulta un poco aburrido, papá. Cada vez veo a Michael más alejado de los placeres carnales, si es que alguna vez los ha probado.
–Quizá ahora de camino a casa tengas tiempo de preguntárselo. Aunque imagino que también querrá saber algo sobre tu vida sentimental; que, por cierto, últimamente tampoco es que estemos muy enterados tu madre y yo –destacó, arqueando las cejas–. ¿Qué pasó con aquél compañero de vuelo que tanto te llamaba el año pasado?
–Matt se fue destinado por unos meses a la base que tenemos en Londres. Allí gana más dinero. Está ahorrando para comprarse un apartamento, ya que no podrá asumir los gastos de alquiler él solo después de que se case Andrea y de que su otra compañera de piso, Barbara, se marche un tiempo destinada a la base de Montreal. Chateamos de vez en cuando, pero únicamente me interesa como amigo, papá, y él lo sabe. De momento no ha llegado mi príncipe azul –fingí suspirar, llevándome una mano al pecho.
–No te mereces menos de eso, mi vida –me pasó su brazo por encima de los hombros para estrecharme contra él, permitiéndome apreciar su inconfundible perfume oriental de aroma floral y especias dulces.
Un guardia cortaba el paso, en la cola hacia los arcos de seguridad, a todos aquellos que no fuesen a coger algún vuelo.
–Os llamaremos cuando estemos instalados en el hotel de Nairobi –dijo mi padre.
–Pasadlo bien y sacad buenas fotos –les besé y les abracé con fuerza a ambos.
Michael se despidió de ellos, también, y mi madre no pudo evitar que se le escapasen un par de lagrimitas.
–Os quiero mucho, hijos –dijo, volviendo a abrazarnos a los dos juntos–. No olvidéis llamaros entre vosotros durante estos días –y mientras, se secó con el dorso de la mano las pequeñas gotas saladas que se le derramaron.
Mi padre hizo entrega de las tarjetas de embarque y de los pasaportes al guardia que controlaba el acceso de pasajeros.
–¡Catherine, vamos! –dijo mi padre antes de girarse hacia nosotros–. Siempre os estaré agradecido por la fiesta sorpresa que nos organizasteis ayer. Sois la mayor obra de arte que he tenido nunca entre mis manos. Os quiero.
Y entrelazando sus dedos se dirigieron juntos a iniciar su segunda luna de miel.
Nos quedamos allí parados, ondeando la mano hasta que les perdimos de vista, mientras yo disfrutaba de la entrañable sensación que me aportaba verles tan cómplices y enamorados después de tantos años juntos.
Alrededor de las tres y media de la tarde Michael me dejó en casa.
–¿Estás segura de que podrás ir a recoger a papá y a mamá cuando regresen? –preguntó cuando me apeaba de su coche.
–Sin problema. Aún estaré de vacaciones –respondí, agachándome un poco para darle un beso a través de la ventanilla.
–Bien, pues si no hay más remedio, nos vemos en Seattle para ese horror de fiesta –dijo revolviéndome el pelo mientras sacaba el brazo por fuera–. No tengas en cuenta si llego un poco tarde.
–¡Qué te crees tú que voy a dejar que te la pierdas! –exclamé, dándole un manotazo–. Le diré a Raffaele que te secuestre la noche anterior. ¡Buen viaje, viejales!
Hizo sonar el claxon según arrancaba y le vi alejarse calle abajo. De nuevo me encontraba sola en casa y la sonrisa desapareció de mi rostro de inmediato.
Cualquier chica de mi edad hubiese dado lo que fuera por estar en una casa como la que teníamos, sin ningún miembro de la familia que le molestase en absoluto y entrando y saliendo cuando quisiera; pero no había manera de que yo me acostumbrara y, por eso, prefería pasar el tiempo volando.
Mi madre ya me había insinuado en alguna ocasión que me trasladase a la Isla con ellos; pero, salvo en verano, aquello estaba muerto. Y, encima, el estar allí me complicaba los traslados para desplazarme hasta el aeropuerto cada vez que me tocaba trabajar.
Sin embargo, en poco tiempo, todo cambiaría; con el regreso de Michael a Vancouver, regresarían ellos también y volvería a disfrutar de las conversaciones con mi padre mientras le observaba trabajar en su estudio, volvería a escucharse el bullicio que montaban los alumnos de reiki de mi madre, en cada rato libre que tenían entre clase y clase, y volveríamos a comentar y analizar las últimas novedades en la vida de mi tía mientras salíamos las tres juntas de compras por la ciudad.
Hasta entonces, mejor sería que preparase mi maleta para irme a volar.
Aquella noche llegué temprano al aeropuerto. Y en la sala donde fichábamos, confirmando nuestra llegada al vuelo y juntándonos con el resto de la tripulación para acceder al avión, me encontré con Andrea y Barbara, mis compañeras de vuelo.
–¡Angie! –llamó mi atención Andrea–. Llevo en la maleta los catálogos de trajes de novia que pedí en los almacenes de tu familia. ¡Tienen unas cosas divinas! Los traigo para que me aconsejéis.
–En el hotel, después de dormir algo, te ayudamos a elegir –salió al paso Barbara que, además de su amiga y compañera de piso, era también su futura cuñada.
A mí me resultaba muy pesado estar oyéndola hablar todo el día sobre su boda. Además, nos había convertido en sus damas de honor y temblábamos ante el modelito que nos obligaría a llevar. Así que, cuando Andrea se alejó de camino a la furgoneta que nos acercaría hasta el avión, me rezagué un poco.
–Cuidado con la sugerencia que le hagamos, porque en base a su vestido será el modelo que nos toque llevar a nosotras –le advertí a Barbara al oído.
–Creo que ya trae algunos elegidos, según me ha dicho mi hermano David. La verdad es que él tampoco quiere nada pomposo y espera que la ayudemos a elegir algo más sencillo. Parece ser que Andrea y su madre quieren que la boda sea de etiqueta, con frac para los caballeros y pamela para las señoras y a David algo tan formal no le apetece nada. No sé cómo acabará todo esto, pero me está quitando las ganas de casarme yo algún día.
–¿No se ha planteado nunca tu hermano irse a vivir con Andrea y punto? –pregunté, sacando a flote mi vena práctica.
–Ella no haría eso ni loca, sus padres son muy conservadores y no conciben la vida en pareja sin pasar por la vicaría. Y no hablemos de tener hijos sin haberse casado. Además, mi hermano es el único chico con el que ha salido Andrea. Yo creo que sigue siendo virgen.
–¡Venga ya, que tiene veintiséis años! –exclamé–. ¿Cómo no van a haberse acostado nunca?
–Tengo mis dudas, la verdad. Aunque tampoco me interesa nada la vida sexual de estos dos, bastante tengo con preocuparme por la mía.
–Pero tu hermano habrá salido con más chicas, ¿no?
–Sí, ha sido bastante ligón y tuvo una novia con la que estuvo casi dos años antes de conocer
a Andrea, pero le dejó y lo pasó bastante mal durante algún tiempo. Según James, que es el hermano de Matt y el mejor amigo de David, éste conoció a Andrea durante un cursillo de esquí que le impartió cuando estaba de monitor en Blackcomb. James no confiaba en que fueran a durar mucho, y menos cuando se enteró de que Andrea era azafata de vuelo; ya sabes la fama de tener novios en cada aeropuerto que tenemos –dijo, poniendo los ojos en blanco–. Yo creo que incluso cuando James presentó a su hermano Matt y a Andrea, animándoles para que compartiesen piso conmigo, lo hizo un poco con la intención de que Matt le mantuviera informado de si Andrea era en verdad una mosquita muerta o se lo hacía. Viendo lo mal que se encontró mi hermano cuando le abandonó su anterior novia, James no quería ver hundido a su mejor amigo por cualquier otra chica ligera de cascos.
–Pues esperemos que te den muchos sobrinitos a quienes cuidar –le dije con una sonrisa.
–¡Sí, ya, claro! ¡Y, qué más! Soy demasiado joven para ser tía –respondió un tanto ofendida.
–Pues mi tía Claire tenía menos edad que tú cuando nació mi hermano y hoy en día es una tía bien joven y enrollada.
Tía Claire era la hermana pequeña de mi madre. Ocupaba el puesto de jefa de ginecología del hospital de maternidad de Vancouver, además de ser catedrática de obstetricia en la universidad.
–Menudo consuelo que me pongas de ejemplo a tu tía la solterona –dijo, poniéndose seria mientras nos subíamos a la furgoneta.
–Mi tía siempre dice que está sola por decisión propia y que con tanta actividad no tiene tiempo para el amor. Nos ha contado a mi madre y a mí que se ve desde hace unos meses con uno de sus colegas del hospital y que, aunque él quiere que vivan juntos, ella prefiere que cada uno esté en su propia casa.
–Pues con mayor razón para que no nos compares. Yo estoy loca por estar con un buen chico, así como Matt, que me espere con los brazos abiertos al llegar a casa.
–¿”Así como Matt”, quiere decir Matt o tienes a algún otro en mente? –le pregunté al oído para que no nos escuchase ni Andrea ni el resto de la tripulación.
Barbara se limitó a sonreír, al tiempo que enarcaba las cejas.
Nuestra primera jornada de trabajo, en aquella semana, nos llevó de Vancouver a Nueva York en un vuelo tranquilo y de pocas horas.
Tras llegar al hotel, desayunar y dormir hasta el mediodía, nos juntamos en el cuarto de Andrea. Nada más entrar, reconocí las bolsas con catálogos que había sobre la cama; eran de los almacenes “Le Grand Mont” el negocio familiar.
El abuelo Jean Paul abrió la primera tienda en Montreal después de la segunda guerra mundial. Allí se enamoró de mi abuela María, española de origen y una de sus dependientas. Y, según pasaron los años, lo que empezó siendo una modesta tienda en variedad textil, se convirtió en un gran emporio con diversas sedes a lo largo y ancho del país. Tras nacer su primogénito, Philippe, se trasladaron a Vancouver, donde ubicaron su sede principal de la costa del Pacifico.
A la muerte de mis abuelos, tío Philippe fue quién se hizo cargo tanto de la dirección como de la gerencia de la empresa. Tía Claire y mamá participaban muy poco en todo lo relacionado con las tiendas, aunque mantenían puestos de honor como accionistas. Y mamá, al haber estudiado diseño de modas, también se dedicaba a sacar las colecciones exclusivas de cada temporada.
–¡Mira qué belleza de catálogos para novias me han proporcionado! No sabía que en “Mont” iba a encontrar tanta variedad de diseños, ¡y a estos precios! – Andrea pasaba las hojas de uno de los más grandes que estaba lleno de coloridas pegatinas separadoras.
–Me alegro de que te gusten –contesté–. Y, ¿sabes ya lo que quieres?
–Algo clásico y en blanco. Va a ser el día más importante de mi vida, quiero un vestido de ensueño –enfatizó con emoción.
–¿Cuándo dices clásico, en qué estás pensando? –dijo Barbara–. A lo mejor, si nos hicieras un boceto sencillo lo veríamos más claro.
–Esa es buena idea, así podemos ver lo que te gustaría llevar –intervine–. ¿Sabes ya lo que se va a poner David?
–¿Cómo que qué se va a poner? –preguntó extrañada–. ¡Pues lo que yo le diga! A un modelo clásico le va que ni pintado un frac, ¡más clásico que eso no hay nada! –empezó a pasar hojas de uno de los catálogos de manera indiferente.
–¿Y te ha dicho él si se sentirá a gusto llevándolo? –le pregunté–. Hay muchos hombres que, en vez de lucir un frac, lo cargan como el que carga una mochila de cincuenta kilos a la espalda. Se sienten ridículos y, en vez de ser el mejor de sus días, lo pasan de pena. Además, si lleva frac el novio, al padrino y a los testigos les toca llevarlo también; con lo cual, como estén a disgusto todos, se va a notar y la que lo va a sufrir más vas a ser tú.
–¡Pues no había pensado en ello! –respondió mientras dirigía su mirada al suelo–. La verdad es que cada vez que le menciono si vamos a comprarlo o a alquilarlo, cambia de tema.
–Andrea, tú lo acabas de decir; es el día más importante de tu vida, pero también lo va a ser para David. Las mujeres tendemos a pensar que ese día somos las protagonistas del cuento, pero ellos también lo son junto con nosotras. Sin novio no hay novia. Si él irradia confianza con su traje, te hará resplandecer a ti todavía más.
–Tienes razón –contestó Andrea–. Hablaré con él después.
–¡Fenomenal! –exclamó Barbara–. Ahora, a dibujar –y se puso en pie para coger algo de papel y un bolígrafo que había encima del escritorio.
–Pero, yo no sé hacerlo bien –confesó la futura novia.
–Eso no es problema, yo te ayudo –me ofrecí, pidiéndole a Barbara que me pasase el material que había localizado.
Cuando acabé el diseño, en base a las instrucciones que Andrea me fue dando, las tres nos quedamos mirando el dibujo y Barbara exclamó:
–¡Caramba, Angie, sí que dibujas bien! Te podrías dedicar a ello.
–La artista es mi madre, yo sólo copio lo que le he visto hacer tantas veces –respondí agradecida por el cumplido.
–El can can me parece un poco excesivo, y ese escote palabra de honor no sé si te quedará bien –opinó Barbara.
–Una cosa es imaginárselo y otra muy distinta es verlo puesto –dije–. Lo que llevan en los catálogos las modelos nos puede ayudar, pero no tenemos su figura y puede que no nos quede bien. Tú no eres demasiado alta, Andrea, con lo cual un can can en vez de estilizarte va a hacerte más baja. Y al tener mucho pecho, si le colocas el escote palabra de honor te va a hacer rechoncha. Yo te veo con algo más moderno, pero con cierto aire retro; lo que puede favorecerte más –empecé a dibujar de nuevo.
–¡Qué bonito! Se ve súper elegante –apreció mi boceto la futura novia.
–En tonos marfil te quedaría bien. Eres demasiado rubia para un blanco puro. El corte de manga dependerá de si vas a llevar algo por encima o no ¡Busquemos en los catálogos algo parecido a esto! –las animé.
Estuvimos cuatro horas haciendo retoques en algunos modelos que le gustaron, para verlos con las modistas de la tienda de mi tío cuando llegásemos a Vancouver.
Antes de salir a cenar, Andrea llamó por teléfono a David para preguntarle cómo quería vestirse y, también, para que se acercase a la tienda a buscar algún catálogo de trajes de novio; lo que hizo que Barbara me guiñase un ojo.
No paré de bostezar durante el rato que duró nuestra cena, debido al cansancio que arrastraba desde antes de la fiesta de mis padres; y a pesar de que tuve la sensación de estar pasada de vueltas, al meterme en la cama, caí rendida enseguida.
Al día siguiente, de vuelta en Vancouver, lo primero que vi al aterrizar fue un mensaje de mis padres en el móvil diciendo que ya se habían instalado en Nairobi, la capital de Kenia. Iban a establecer su campamento base en un hotel de la ciudad, para moverse después con menos equipaje por las reservas de los países cercanos. También me decían que ya habían avisado a mi hermano para que lo supiese; por lo que me ahorré el tener que llamarle yo.
Los días libres entre vuelo y vuelo sabían a poco, ya que establecer una pauta de descansos adecuados era primordial para adaptarse al cambio de husos horarios y así sobrellevar mejor el cansancio. Por otro lado, al no estar mi trabajo regulado por jornadas de lunes a viernes y con el mismo horario siempre, eso hacía que los días libres fueran más difíciles de compaginar con todos aquellos que no se dedicaban a mi profesión.
Afortunadamente, aquel día Julie estaba haciendo un trabajo sobre literatura española y me pidió ayuda con las traducciones. Esa era la lengua materna de mi madre y la que normalmente hablábamos todos en casa.Julie era una apasionada de los idiomas y admiraba la fluidez que teníamos Michael y yo para cambiar del inglés o el francés, hablados en la escuela, al español con mi madre o incluso al alemán con papá, que fue el primer idioma que éste aprendió de su tutor, el padre Sebastian; aunque, dentro de los muros del orfanato, el latín fuese la lengua oficial usada entre los frailes y sus discípulos.
El trabajo de Julie nos llevó toda la tarde del jueves, así que ese día no pude hablar por teléfono con Zaffie, la amiga de mi hermano, para concretar los detalles de la fiesta. Lo que sí hice fue llamar a mi madre. Me contó que acababan de llegar a Tanzania y que les pillaba acomodándose en la reserva de Serengueti, en donde se quedarían tres días para ver el Monte Kilimanjaro y el Ngorongoro antes de regresar a Kenia. Después, fue mi padre el que me dijo que habían hablado con Mike; por lo que al estar ya informado, tampoco hacía falta que yo le llamase.
A la mañana siguiente salí a correr un rato y, cuando regresé a casa, llamé a la amiga de mi hermano en Seattle.
–¡Qué sorpresa, Angie! –contestó una voz dulce al otro lado de la línea.
–¿Zaffie? –exclamé–. ¿Cómo sabias que era yo?
–Tu hermano nos avisó de que igual nos llamarías a alguno de nosotros para lo del tema de su fiesta y nos obligó a grabar tu número de teléfono en nuestros móviles para que así, al recibir la llamada, pasáramos de ti y no te lo cogiéramos.
¡Vaya un traidor que estaba hecho! Eso era jugar sucio. Se iba a enterar cuando le viera–pensé.
–Ten cuidado con lo que se te pasa por la cabeza, Angie. A ver si te va a leer el pensamiento.
–¿Perdona…? –dije extrañada.
–Nada, nada. Cuéntame, ¿qué día será la fiesta y dónde quieres celebrarla? –preguntó.
–Su cumpleaños cae en viernes y nos trasladaremos nosotros a Seattle. Sólo iremos mis padres y yo. Había pensando en alquilar un salón del hotel en el que nos quedamos siempre a dormir –le expliqué.
–Raffaele cede su casa sin problema, así preparamos la fiesta a tu gusto. ¡Ah, por cierto! Te envía saludos.
–Salúdale también de mi parte –contesté.
–Te mando a tu móvil la lista completa de invitados. Tu padre se alegrará de ver algunos nombres conocidos.
–¿Mi padre? –pregunté confundida–. ¡Ah, sí, claro! –mi padre acostumbraba a ir cada mes a Seattle, aunque sólo fuera a comer con Mike. De paso visitaba el orfanato que le dio cobijo en sus primeros años de vida–. Vale. Estamos en contacto, Zaffie. Y muchas gracias a ti y a Raffaele.
El siguiente vuelo programado de esa semana dormíamos en París, la ciudad de la luz, aquella a la que nunca me cansaba de ir ni de recorrer sus calles, sus barrios más emblemáticos, sus monumentos típicos, viviendo el ritmo pausado de la ciudad amable y cosmopolita que me acogía, dándome siempre la sensación de encontrarme como en casa.
Llevaba tiempo pensando qué regalo podía hacerle a mi hermano. Quería que fuese algo distinto y original, y el lugar ideal para comprarlo era aquel, ya que me acordé de las veces que le había visto mirar la imagen de la Niké alada o, también la llamada, Victoria de Samotracia, que mamá había fotografiado en unos de sus primeros viajes a la capital francesa.
En una ocasión, me contó el impacto que le produjo ver la imagen de aquella escultura decapitada y de cuerpo esbelto, desplegando sus alas. Le dije que era una pena que no conservase la cabeza, ya que la belleza de esa diosa seguro que fue espectacular; a lo que él contestó:
–Diosa o dios, para mí es un ángel; un ángel mutilado, pero perfecto.
Aquello fue lo que me hizo salir corriendo, aquella tarde, hacia el museo del Louvre. Por suerte nuestro hotel no quedaba muy lejos de allí y tampoco había cola en las taquillas cuando llegué. Antes de nada, quería pasar a la sala a ver el original y después acercarme a la tienda de souvenirspara localizar una buena réplica.
La taquillera me dio un plano y me señaló hacia qué sala tenía que ir para encontrarme con ella. Accedí a través de los controles de seguridad, comencé a subir una escalinata ancha y, de pronto, la vi. Allí estaba la Victoria de Samotracia, recibiéndome con las alas desplegadas en toda su extensión. ¡Era impresionante! Había visto cientos de fotos suyas en los libros de arte de mi padre; pero verla allí, tan grandiosa, me hizo admirar al artista que supo sacar lo que dormitaba dentro de aquel bloque de mármol gigante y que con urgencia clamaba por mostrarse ante todos.
La escultura en general me fascinaba. Siempre le decía a mi padre que me parecía increíble que hubiese obras labradas, con aquella precisión, sin taras observables. Los márgenes de errar en el proceso de cincelado eran inmensos y la corrección difícil. Sin embargo, papá me respondía que aquella pieza, y sólo aquella, era la que se encontraba oculta dentro de ese bloque, que era aquel regalo y no otro el que salía a la luz para transmitirnos su belleza, y que las manos expertas de quién lo esculpía solamente iban retirando los restos hasta hacer aparecer la hermosura de algo único y singular que nos llegase a estremecer hasta la médula.
Un guardia de seguridad me sacó de mi contemplación y me invitó a dirigirme hacia la salida, puesto que empezaban a cerrar las salas.
Ya en la tienda, me decidí por una réplica en alabastro de unos treinta centímetros. Les pedí que me la embalasen bien para transportarla en el avión y regresé al hotel, por la ribera del río, con ese pequeño tesoro entre mis manos.
Las chicas y yo cenamos temprano en un pequeño café parisino y se interesaron en saber detalles sobre la fiesta de mi hermano.
–La verdad es que es comprensible que sólo quiera que vaya gente de Seattle. Por lo que cuentas, ha perdido el contacto con sus amigos de toda la vida –dijo Andrea.
–¡Ya, pero no sé ni cuanta gente va a aparecer por allí! Si además de no gustarle celebrar su cumpleaños, aquello parece la fiesta de su graduación, desaparece seguro –alegué.
–Ellos sabrán a quién tienen que invitar, sino no te habría dicho tu hermano que les llamaras. Tan sólo piensa en pasar un buen rato. Por cierto, ¿sobre qué está preparando su tesis doctoral? –preguntó Barbara.
–A ver si sé explicarlo bien. Está haciendo una comparativa de las llamadas pseudo religiones con lo que en origen fueron las primeras religiones que hoy en día conocemos. Quiere demostrar la influencia de unas y otras y relacionarlo con la fuerza que, en los últimos tiempos, están adquiriendo diversos movimientos en pro de la paz, y que tienen como base la puesta en práctica de meditaciones grupales donde se ponen en contacto fuerzas terrestres y universales.
–Suena un poco esotérico –opinó Barbara–. ¿Y eso se estudia en una carrera universitaria? No lo sabía.
–Se trata de estudios superiores de religiones y pseudo religiones –respondí.
–¿Teología? –preguntó Andrea.
–No, eso se limita a la creencia en Dios –les expliqué-. En mi familia somos ateos y no practicamos ninguna religión. Pero sí que creemos en una energía universal por la que estamos aquí y a la que de manera consciente o inconsciente nos mantenemos unidos.
–¡Bueno, ahora sí que ya no entiendo nada! –exclamó Barbara–. ¿Pero tu padre no había sido criado por frailes? Y, además, se pasa la vida metido en las iglesias de medio mundo.
–¿Y eso qué tiene que ver? Ellos le criaron, le educaron, le dieron la base para formarse en una profesión y le pusieron en contacto con estamentos católicos que fueron los que le aportaron todos los conocimientos que hoy tiene. Pero nunca le obligaron a seguir esos ritos católicos. Le criaron en la libertad de decidir por sí mismo y nunca se opusieron a su voluntad.
–Pero tus padres sí que están casados por la iglesia, ¿verdad? –preguntó Andrea.
–Eso fue por mi abuelo Jean Paul. Fue la única condición que les puso para irse a vivir juntos. Mi abuelo adoraba a mi padre, pero ellos sí que eran católicos y esperaban que de ese modo mi madre no pasase a ser el cotilleo de todo Vancouver.
–Lo que resulta curioso es que, sin haber sido criados en un ambiente religioso, tu hermano haya tomado ese camino para estudiar –dijo Andrea–. Quizá fueron tus abuelos los que le animaron a ello.
– Pues, precisamente, fue mi padre. Gracias a él, mi hermano ya tenía un amplio conocimiento en arte e historia de diversas religiones. Un día mi padre vino con la información referente a esa nueva carrera que habían incluido en una universidad de Seattle. Allí no les importa si eres practicante de alguna religión en concreto. Tocan todas las importantes y algunas no reconocidas como tales. Estudian ritos tribales, vudú, sectas; se adentran en ellas de manera filosófica, metafísica. Además, también estudian idiomas como el hebreo, árabe o lenguas ya muertas como el latín y el arameo.
–¿Y qué proyección de trabajo tiene eso? –preguntó Barbara–. Porque no parece que pueda dedicarse a muchas cosas después de acabar.
–¡Qué va, todo lo contrario! Ya ha empezado a recibir invitaciones de diversas universidades para hablar sobre sus estudios. También pueden asesorar en excavaciones arqueológicas, sobre todo en enterramientos y rituales, en traducción de textos antiguos, en terapias de grupos de personas que han estado metidas en sectas. Y colaboran, por ejemplo, con la policía cuando se encuentran con ritos de magia negra. Tanto él como sus cuatro amigos son una panda de eruditos en esos temas, ¡además de estar buenísimos! –exclamé.
–¿Más que tu hermano? ¡Ya será difícil! Con todos los respetos hacia tu madre, si yo tuviera que elegir entre tu padre y tu hermano… no sé con cual de ellos me quedaría, la verdad.
–¡¡Barbara!! –exclamé, propinándole un codazo de paso–. ¿Tú, también?
–Perdona, Angie, pero tiene razón. Tienes un padre y un hermano de lo más guapo –suspiró.
–Ya lo sé –dije entre dientes–. Por eso si alguna vez conocéis a Zaffie y a los chicos, os va a entrar complejo de inferioridad. Menos mal que ninguno de ellos se lo tiene creído, en absoluto, porque sino serían insoportables.
–¿Zaffie? ¡Vaya un nombre raro! Como el de tu padre, Uriel, que tampoco lo había oído nunca –dijo Barbara–. ¿Y los tíos buenos esos, cómo se llaman? –preguntó.
–Raffaele, Jophiel y Gabriel –respondí.
–¡Qué curioso! –dijo Andrea pensativa–. Todos tienen nombres de ángeles. Raphael era jefe de las cuadrillas celestiales, Gabriel fue el ángel anunciador del nacimiento de Cristo, Michael fue el arcángel que guió a los ejércitos que lucharon contra Lucifer, Jophiel era un querubín, Zaffiel uno de los espías de Dios y hasta el nombre de tu padre corresponde al de un serafín.
–¿Qué es un serafín? –quiso saber Barbara.
–Un tipo de ángel, uno de los que está en los planos más altos, o sea, más cerca de Dios–respondí–. Los ángeles se establecen por jerarquías bien definidas. Mi padre nos hablaba de ello cada vez que tenía que ponerse a arreglar alguna pieza o a restaurar algún cuadro con imágenes de angelotes.
–Uriel, es de los ángeles más importantes –continuó explicando Andrea–, lo representan con seis esplendorosas alas
–¡Ah!, ¿pero es que también tienen más de dos? –preguntó Barbara.
–Sí, según su categoría y poder –respondió Andrea.
–¿Cómo es que sabes tanto sobre ese tema? –quise saber.
–Mis padres son fervientes católicos y nos mandaron a mi hermana y a mí a un colegio de monjas. En las sagradas escrituras hay muchas referencias sobre los ángeles. Mi madre, desde pequeñas, nos enseñó a rezarles; por ello nos hablaba del puesto que cada cual ocupaba y así podíamos dirigirnos al más adecuado.
–¡Qué casualidad que todos ellos tengan eso en común! –exclamó Barbara.
–Yo no creo en las casualidades, pero sí que es curioso, sí –dije enarcando las cejas.
–Pues tú formas parte de esa casualidad, también –hizo la observación Andrea.
–¿Yo? –pregunté extrañada–. ¿Por qué?
–Porque te llamas Angie, que viene de Ángela, el femenino de Ángel (…) “El silencio llegó cuando un ángel pasó”–Andrea citó la frase justo después de callarnos de golpe Barbara y yo.
–Pues parece que cuando comenzaron mi molde se acabaron las pinceladas de glamour y belleza angelical. Ya podría haber salido rubia y con ojos azules como mi padre.
–Una morena con el pelo largo y los ojos negros, que además se parece bastante a su preciosa madre, tampoco está nada mal, ¿no crees? –dijo Barbara.
Me limité a guiñarle un ojo en señal de agradecimiento.
–Me acabo de acordar de una cosa –dije en alto–. Fijaos en esto –me desabroché un poco la cremallera de la chaqueta de lana que llevaba puesta y les enseñé mi joya más preciada.
Se trataba de una esfera de coral rojo, enjaulada dentro de una suerte de oro blanco sin pulir y rematada en su punta por un diamante engarzado. Era un colgante que pendía de mi cuello a través de un cordón de cuero negro y que, desde que me lo regaló mi madre, siempre llevaba conmigo.
–¡Qué preciosidad! Parece una joya antigua –dijo Barbara–. Nunca te la había visto.
–Lo llevo siempre, pero no me lo cuelgo en el avión; abulta demasiado debajo de la camisa del uniforme y por eso lo llevo guardado en un bolsillo. Se trata de un llamador de ángeles que mi padre le regaló a mi madre cuando se enteró de que estaba embarazada de Michael. Cuando cumplí diez años ella me lo dio, dijo que sería mi protector allá donde estuviese. Me acostumbré a no mostrarlo por la calle, sobre todo en ciudades donde podían atracarnos fácilmente. A veces jugueteo con él, porque al moverlo emite un sonido como de campanillas.
–¡A ver! ¿Puedes hacerlo sonar? –me pidió Andrea.
Y al separarlo de mi pecho y sacudirlo, se escuchó un dulce tintineo que les hizo sonreír.
–¡Eso es lo que suena cuando estamos cerca de ti! –exclamó Barbara.
Y las tres empezamos a reírnos.
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