Luz clara, calma y templada.
Acomodadas barcas en la quietud de unas aguas
que rompen sin hacerse notar.
Pacientes barcas amarradas entre si,
descansando al amanecer,
mecidas por un vaivén tranquilo y ondulante
que rompiendo a la orilla del mar
las adormece con el rumor del frágil oleaje,
aguardando la llegada del atardecer adorado.
Olor a vida, a brisa, a salitre, a paz.
A recuerdos de una pequeña niña
que comenzó pintando aguas verdosas,
y cuya maestra no entendió
por qué imaginaba el mar de ese color.
¿Acaso todos los niños lo han visto de cerca?
Ella dibujó lo que conocía.
Un río de resbaladizas rocas
y abundancia de peces
donde el frondoso bosque circundante,
reflejado en sus aguas,
se diluía a su paso para acabar
tiñéndolo con su vivo color.
Mostrándole así su don
y una gran pasión que,
retomada años más tarde
nos hace disfrutar hoy con sus ilusiones,
sus lienzos y sus emociones.
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