AÑO 2053. 11 de OCTUBRE
AEROPUERTO de MADRID-BARAJAS-ADOLFO SUÁREZ. ESPAÑA
LLEGADA VUELO QF401, PROCEDENTE DE SÍDNEY – AUSTRALIA
Con los dedos de una mano podía contar las veces que había venido a España en los últimos veinte años. Y sería la última, después de llevar a cabo la misión que me traía hasta las antípodas de donde nací y en donde conviví con el que sin duda había sido mi gran amor.
Hoy traía sus restos en forma de cenizas, dentro de una urna, de vuelta a su ciudad natal para que sus hijos le ubicasen en el nicho de uno de los cementerios de Madrid.
Yo habría podido lanzarlas a un lago, esparcirlas por un monte o enterrarlas al pie de algún árbol, en nuestro jardín de Byron Bay, ya que la decisión de Tony fue que hiciera lo que me viniera en gana después de su muerte. Sin embargo, lo que hice fue traerle junto a los que por ley debían tenerle cerca, sus hijos, y que por diversas circunstancias habían pasado más tiempo que nadie alejados de él.
La misma noche de su fallecimiento, estando aún caliente su cuerpo entre mis brazos, llamé a sus dos hijos para planteárselo. Después, contacté con los del seguro y en menos de un día Tony pasó de ser el cuerpo generoso en quién me había apoyado durante más de la mitad de mi vida, a ser simplemente un puñado de cenizas metidas dentro de un jarrón del que no me podía separar.
Mi pequeña Bettina, su nieta, nuestra nieta, se enfadaba conmigo cuando venía a despertarme al sofá en mitad de la noche. Me decía que soltara aquella urna y que me fuera a la cama a descansar, pero yo me limitaba a sacudir la mano para que me dejara sufrir en paz y dormitar mi pena, al tiempo que rememoraba viejos tiempos.
Ella fue la que se encargó de todo lo tedioso que vino después de la incineración: comprar los billetes de avión, sacar los visados de turista, preparar las maletas de ambos, cerrar la casa para pasar fuera unas largas vacaciones y concretar con su padre y su tío los detalles de lo que harían con aquellas cenizas al llegar a Madrid; <<y eso si conseguimos despegarle de la urna>>, como en alguna ocasión escuché que les decía.
Así que para mí fue una sorpresa saber que sus hijos querían mantener un espacio físico, en forma de nicho, donde poder ir a visitar a su padre. Un padre al que no habían tenido cerca en todo aquel tiempo y a quienes quizás les consolase poder llevar unas flores después de muerto.
Bettina, o Betty como la llamábamos todos, era la hija pequeña de Sergio, el mayor de los hijos de Tony. Llevaba cuatro años viviendo con nosotros y en breve terminaría los estudios universitarios de biología marina que le habían llevado hasta Australia.
El viaje a ambos se nos había hecho bastante pesado; sin embargo había cumplido el segundo de mis objetivos, conseguir que ella regresase a Madrid después de tanto tiempo y que por fin pasase un tiempo junto a su padre.
–¡Betty, Lin, estamos aquí! –el que llamaba nuestra atención era Javier, el hijo pequeño de Tony, y aunque hablaba en alto y en inglés, me costó trabajo localizarle debido a la vista cansada y la sordera que me acompañaban de un tiempo a esta parte.
–¡Papá! ¡Tío Javi! –Betty gritó con nerviosismo sin dejar de agarrar mi mano que iba apoyada sobre el carrito de las maletas y que, más que ayudarla a empujar, ayudaba a mi cuerpo a soportar la vejez y el entumecimiento de piernas que me había dejado el avión.
Los tres se fundieron en un abrazo común, mientras los dos varones halagaban la belleza de nuestra preciosa niña después de mucho tiempo sin verla.
–¡Lin, bienvenido! –Javi me abrazó y plantó un beso en mi mejilla antes de separarse y darme el pésame por la muerte de su padre, mi compañero.
Sergio se limitó a darme un apretón de manos y en sus ojos pude intuir la pena por la perdida de su progenitor, aún a pesar del reencuentro feliz con su hija.
–¡Lin! ¿Qué tal el viaje? –me preguntó Sergio haciendo gala de su sempiterna seriedad y sin dejar de mirar la urna que yo cargaba.
–Se me sigue haciendo tan largo como hace años y eso que hoy en día es vuelo directo. ¿Qué tal vosotros? ¿Y Ruthy? Pensaba que vendría a esperar a su hermana.
–Mañana es fiesta en toda España y antes de cogérselo libre tenía que dejar solventados unos temas informáticos en el hospital para poder asistir al funeral.
Enseguida llegamos a los coches y nos pusimos en camino hacia la casa de Sergio, un chalet a las afueras de Madrid.
Su casa era amplia, con unas bonitas vistas de la Sierra madrileña; y como el otoño era caluroso, se permitían tener las ventanas abiertas durante el día.
–Acomódate y descansa algo. Hoy cenaremos pronto para que no variéis vuestros hábitos tan bruscamente –dijo Sergio después de subir mis maletas–. Esta es la habitación de Ruth pero no te molestará. Vació su armario para dejarte espacio. Ella dormirá con su hermana.
–Os habéis tomado demasiadas molestias. Podía haberme ido a un hotel o a casa de Javi. Betty necesita pasar tiempo a solas contigo y con Ruth.
–Fue ella la que insistió en que te quería cerca. Aunque hubiera sido más cómodo para ti la zona del sótano, es prácticamente como un apartamento independiente. Aquí arriba tendrás que compartir el baño con las dos –contestó metiéndose las manos en los pantalones y antes de girar para marcharse.
–Es perfecto, gracias Sergio –pude decirle antes de que saliera por la puerta levantando una mano en señal de respuesta.
Betty adoraba a su abuelo Tony. Y aunque durante todo aquel tiempo, que duró su enfermedad, habíamos tenido enfermeras en la casa que se ocuparon de sus cuidados, me preocupaba que se sintiera obligada, a partir de ahora, a tener que atender a un viejo como yo; ya que, aparte de que no éramos familia y de que su padre no lo aprobaría, yo tampoco deseaba verla marchitarse a mi lado cuando su juventud y alegría debían de hacerla volar a sitios y mares recónditos dónde poner en práctica todos sus conocimientos.
Coloqué la urna con las cenizas de Tony sobre el escritorio que había bajo la ventana abierta y me senté en la silla para descansar un poco.
La imagen de un Sergio más joven apareció en mi mente. Tenía unos veinte años y era tan parecido físicamente a su padre, que nadie hubiera dudado que eran familia.
Fue durante la primera Navidad que pasamos juntos en Boommarang en el año 2013, y a los pocos meses de llegar emigrado a Australia para trabajar, cuando Tony me presentó a sus hijos.
Por aquel entonces, en España, la crisis por la que pasaban había llegado a desestructurar familias enteras. No había trabajo, no había dinero, no había recursos, ni modo de localizarlos. Habían pasado en cuestión de pocos años de ser uno de los países europeos con una calidad de vida media aceptable a convertirse en un país empobrecido, corrupto y sin futuro debido a una terrible situación económica, política y social.
La situación en poco tiempo fue insostenible para muchas familias.
En el caso de Tony,todocomenzó siendo un problema que pasó de largo por sus vidas; quedándose en paro amigos de otros amigos o algún familiar lejano.
Los inmigrantes, que formaban el grupo más numeroso de mano de obra en la empresa donde trabajaba, regresaban a sus países de origen. A muchos otros, o se les hacían contratos parciales o directamente se les rescindían y ya no se les renovaba ni se les cogía en ninguna otra parte; porque ya no había nada que construir, nada que reformar, nada con lo que salir adelante durante unos pocos meses más.
Tony era arquitecto y trabajaba en un estudio del centro de Madrid. Y Teresa, su mujer por aquel entonces, un tiempo antes se vio en la calle después de casi treinta años trabajados con dedicación en una agencia de viajes. Desde aquel instante su vida comenzó a torcerse.
El cierre de la empresa de su mujer era una de las primeras pruebas de que las cosas en España no pintaban nada bien ni para ella, que era una administrativa de una de las más importantes mayoristas de viajes, ni para lo que después terminó siendo la tónica general en el país entero: empresas con muchos años en juego, que aún teniendo beneficios se veían expoliadas, arruinadas y reventadas por la mala gestión de directivos que curiosamente recibían buenos emolumentos para sus bolsillos a costa del sudor, el trabajo, la supervisión y la dignidad de muchos de sus empleados que se veían por entonces en la calle en edad avanzada, como Teresa, lo que les suponía una dificultad para encontrar otros trabajos. ¿Dónde iba a localizar ella un empleo digno con casi cincuenta años, formación académica básica, dos hijos y un país quebrado a nivel social y laboral?
A partir de ese momento, la relación entre Tony y Teresa cayó en picado. Su mujer le llevaba seis años y la menopausia se le presentó demasiado pronto, lo que junto con la adolescencia de los hijos, el paro y las largas jornadas de trabajo de él en el estudio, mermaron la pulsión sexual de ambos llevándoles a espaciar los encuentros íntimos, a espaciar sus vidas, a espaciar su amor.
Por fortuna, la empresa donde trabajaba Tony superó los dos primeros años del comienzo de aquel declive. Pero no lo pudo soportar mucho más.
Con la llegada de los primeros recortes, el estudio de arquitectura despidió a doce de sus empleados, entre ellos a él.
Un triste finiquito, un apretón de manos y algunas cartas de recomendación fue todo lo que pudo conseguir de sus jefes después de diecinueve años de trabajo para ellos.
<<Al menos tenemos mi prestación>>, le dijo Teresa. Lo cual no fue demasiado consuelo para él, debido a que su condición de trabajador autónomo le impedía cobrar del Estado alguna ayuda adicional que aportase un extra a la economía familiar.
De cualquier manera, aquellos ínfimos ingresos mensuales fueron bienvenidos. Pero los parones no eran buenos en la profesión de Tony y menos en un país en el que las perspectivas de que la crisis inmobiliaria saliera del atolladero, en el que la habían metido los banqueros y los malos gestores empresariales y políticos, fuera a verse resuelta en breve.
Sin subvenciones para la construcción de obras públicas, hospitales, colegios, sin dinero en las familias para acometer obras menores ni mucho menos mayores, sin contratos de años por delante para hacer vivienda social, sin futuro y sin esperanza; ese era el panorama en el que se veía envuelta la calidad de vida de la que muchos ciudadanos de clase media habían disfrutado en años anteriores, incluidos Tony y su familia.
Las visitas al médico de cabecera fueron en aumento; el diagnóstico era claro, ansiedad. Y aunque él nunca se había considerado un hombre nervioso, daba igual, la realidad estaba ahí; ansiedad por la falta de trabajo, por miedo al futuro y por la preocupación sobre el bienestar de sus hijos.
Mientras él estuvo trabajando, Teresa había mantenido cierto nivel social: gimnasio por las mañanas, clases de paddle particulares, café con las amigas, actividades solidarias en la parroquia del barrio. Pero cuando el trabajo de él terminó, los recortes a su esposa no le gustaron. Aún así no había más remedio, ya que los chicos seguían creciendo y la presión le abrumaba porque ambos eran buenos estudiantes y temía no poder llegar a pagarles su formación universitaria.
Las peleas entre la pareja comenzaron a ser inaguantables. A Teresa le superó tanta testosterona junta y hablar a gritos en la casa comenzó a ser algo habitual. La distancia entre los hermanos era propiciada por su madre que tenía especial debilidad por el pequeño.
La idea del divorcio se les antojaba la única solución posible pero, ¿qué separación podrían llevar a cabo cuando sólo disponían de aquella casa y la escasez de dinero no le hubiera permitido, a ninguno de los dos, haberse ido a otro lugar ni siquiera alquilados?
La situación llegó a convertirse en desesperante. Tony se pasaba el día entero, desde que se levantaba, enchufado al ordenador buceando en las redes sociales, leyendo la prensa digital y buscando trabajo en sitios donde su extensa experiencia no les era válida.
Había días en que se volvía a acostar con el mismo pijama con el que se había levantado. Ni siquiera se duchaba, apenas sí comía bocado. Las deudas fueron acumulándose y la vergüenza por todo ello fue inaguantable para su mujer, quién una mañana recién levantada le escupió sobre la mesa que quería la separación.
Mientras ella argumentaba sus causas, Tony no hacía más que pensar en qué les había llevado hasta aquel punto sin retorno y sobre todo, adonde iría para huir de ella y evitar que sus hijos siguieran sufriendo sus problemas maritales.
Su padre había muerto años atrás, su madre lo había hecho mucho antes y no tenía ningún hermano. Teresa no consentía en compartir la casa ni toleraba su presencia, él no podía costearse el alquiler ni siquiera de una habitación en casa compartida con otros inquilinos, ni tampoco podían invertir dinero en un abogado que les hiciera alcanzar un acuerdo satisfactorio para ambos.
Sus hijos, Sergio y Javier, no querían oír hablar del asunto. Enfrentarse a su madre era casi peor que aguantar la incertidumbre de dónde acabaría su progenitor al final.
Sus consejos como padre pasaban por soportar a su madre hasta que se le pasara y no pelear entre ellos, debían mantenerse unidos. Pero él conocía bien a Teresa y esa no era vida para ella; convertiría aquello en un infierno diario, en un campo de batalla hasta salirse con la suya y conseguir que él se fuera de la casa.
Cuando tan sólo quedaba medio año para el comienzo del verano y en pocos meses empezaban las reservas de las nuevas matriculas de universidad para el curso siguiente, la presión no le permitió dormir.
La búsqueda de trabajo por Internet le ocupaba la mayoría de las noches completamente en vela; aunque se negaba a que le dieran mas allá de las cuatro de la mañana, por no comenzar a verse dormitando de día como un vejete jubilado que no tuviera nada mejor que hacer que invertirlo en descansar lo que la noche no le dejaba.
Una tarde leyó un artículo interesante: la gente joven estaba saliendo del país para encontrar trabajo en el extranjero. Por aquel entonces tenía 44 años. Tampoco es que pudiera decirse que fuera joven del todo. Aún así rebuscó información durante días y dio con aquella página que le invitaba a incluir sus datos personales, profesionales, edad, personas a su cargo, etc. Al pasar a la página siguiente, el pago que pedían para poder seguir avanzando con la información y permitirle conseguir una puntuación adecuada para la obtención del visado de trabajo que el país le exigía, fue lo que le hizo cerrar la página, salir del buscador y apagar el ordenador.
A la media hora, su hijo Javi le pasaba el teléfono inalámbrico.
–Creo que preguntan por ti, papá. Hablan en inglés y no le entiendo muy bien.
Extrañado, Tony se puso al aparato.
–¡Diga!
El interlocutor le preguntó si acababa de hacer una incursión en una página oficial del gobierno australiano.
Haciendo un esfuerzo por usar su mejor inglés, habló con aquella persona dándole la información que le pedía: datos completos sobre su currículum profesional, estado civil, edad de los hijos, perspectivas laborales en su país, interés que le movía a emigrar a aquel continente tan lejano del suyo. ¡Dios! Tantas preguntas, que poco a poco le fueron abriendo un halo de esperanza de conseguir algo más que una simple entrevista de trabajo vacía de contenido y de miras de futuro.
A partir de aquel día y de aquella conversación, los correos electrónicos le seguían llegando puntualmente pidiéndole más datos, más información sobre sus hábitos, temas de salud, experiencia laboral, datos sobre su cónyuge y nivel de estudios de sus hijos, sobre su pretensión de estancia en ese continente; de 1 a 3 años, de 3 a 5 años, más de 5, no regresar jamás.., esta última opción se le hizo más interesante que ninguna otra. No regresar jamás, nada más que lo que supusieran las vacaciones para visitar a sus hijos, dándole la oportunidad de dejar atrás lo que a todas luces no quería remover, sus dos fracasos: el laboral y el matrimonial.
Una vez que se decidió por pagar los dólares que le pedían, tardaron sólo un par de meses en aprobar su solicitud. Su carrera de arquitectura, su experiencia profesional y la empresa australiana que le reclamaba para ofrecerle un contrato de trabajo por tres años, fueron decisivas para conseguirlo tan rápido. Pensó que fue el mejor dinero invertido de toda su vida, o al menos así lo esperaba. Un pasaje hacia una nueva vida llena de ilusión y de posibilidades; sin muchos recursos al principio, sí vale, pero con esperanza al menos. Y no sólo para él sino también para sus hijos.
El siguiente paso consistía en asistir a la Embajada de Australia en Madrid para comenzar a tramitar el visado de trabajo, sacarse las fotos, llevar el certificado médico que solicitaban, rellenar un sinfín de cuestionarios y una mañana entera aguardando en una sala rodeado de multitud de carteles de aquel lejano país, donde se mostraban los mejores paisajes y estampas pintorescas que se le conocían.
Alrededor de un mes más tardaron en hacerle llegar el visado, directamente a su casa, por mensajería. Una hora incierta de un día en el que, afortunadamente, él se encontraba en la casa para recogerlo.
Por fin lo tenía, un aval hacia la prosperidad. Y ahora, había llegado el momento de decírselo a Teresa.
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